Quien mira un cableado eléctrico puede encontrar una escena común y aparentemente inofensiva: decenas de pajaritos acomodados sobre una línea, como notas musicales suspendidas en el aire. Pero esa imagen, tan cotidiana y melancólica, esconde un principio físico que determina quién puede posarse ahí sin peligro… y quién no. Aunque la mayoría de las aves pequeñas se sostienen en los cables sin sufrir daños, las cigüeñas —y otras aves de gran envergadura— están entre las que con frecuencia sí mueren electrocutadas. ¿La razón? Su tamaño y la implacable lógica de la electricidad.
Cuando una ave pequeña se posa en un solo cable, su cuerpo queda al mismo potencial eléctrico que ese cable. La electricidad no “avanza” hacia el animal porque no tiene una ruta alternativa hacia tierra o hacia otro punto de menor voltaje. Es como si la energía no tuviera motivo para atravesarla: no hay diferencia de potencial que obligue a la corriente a fluir. En otras palabras, el pájaro y el cable se vuelven eléctricamente indistinguibles, y la naturaleza sigue su curso sin sobresaltos.
La tragedia ocurre cuando un ave grande —como una cigüeña, un águila o un pelícano— abre sus alas o extiende las patas y toca dos cables a la vez, o un cable y una estructura metálica conectada a tierra. En ese instante se crea un “puente” involuntario: el cuerpo del animal conecta dos puntos con diferentes voltajes. Esa diferencia es la que impulsa el paso de corriente a través del cuerpo, provocando una descarga fatal. La física es clara y cruel: no tiene que ser un contacto prolongado; basta un segundo para que la vida se interrumpa.

Las cigüeñas están particularmente expuestas porque necesitan posaderos amplios, superficies elevadas y estables donde descansar o revisar su entorno. El tendido eléctrico suele ofrecerles justamente eso, pero bajo condiciones peligrosas: cables cercanos entre sí, postes metálicos y transformadores. En muchos países, esta causa representa una de las principales muertes no naturales de aves de gran tamaño. Un dato que duele, pero que también ha impulsado soluciones.
La conservación de aves se ha vuelto más ingeniosa a medida que se entiende mejor el problema. Algunos proyectos aíslan partes del tendido para evitar electrocuciones, mientras que otros rediseñan transformadores y postes para dar más espacio libre entre cables. También se han instalado plataformas seguras para que cigüeñas y rapaces puedan anidar sin riesgo. En migraciones masivas, como las que atraviesan Europa y África, estas medidas pueden salvar miles de vidas cada año.
La imagen de una cigüeña sobre un cable eléctrico puede parecer poética, pero esconde una tensión entre naturaleza y tecnología. Las líneas eléctricas dibujan rutas invisibles sobre el cielo, y las aves —que llevan miles de años usando la altura como refugio— se encuentran de pronto con un peligro silencioso. Entender la física detrás de estas muertes no solo satisface la curiosidad científica: también recuerda que el impacto humano a veces se oculta en los detalles más cotidianos.
Quizá la melancolía de las líneas eléctricas no está en su zumbido constante, sino en la fragilidad de las criaturas que reposan sobre ellas. Y en la esperanza de que, con conocimiento y diseño, podamos hacer que esas rutas de energía convivan con las rutas del viento.