La Ciudad de México está llena de hoyos. Algunos en la política, otros en las promesas, y los más visibles en el asfalto que cada día cede bajo nuestros pies. En lo que va de 2025, la capital ha registrado 164 socavones: 43 en avenidas principales y 121 en calles secundarias. La estadística podría parecer un simple dato técnico, pero para millones de capitalinos significa esquivar trampas urbanas, manejar como si fuera rally o caminar con miedo de que la banqueta se convierta en trampa mortal.
El gobierno capitalino asegura que más del 75 % ya están atendidos. Suena bien en conferencia de prensa, pero la realidad en calles como Calzada Ignacio Zaragoza o Avenida de las Torres es otra: enormes cráteres que llevan semanas abiertos y que obligan a cierres viales, desvíos interminables y pérdidas para comerciantes. El ciudadano no necesita porcentajes: necesita calles seguras. Aquí el discurso avanza más rápido que las cuadrillas.
Los recursos existen. Se anunciaron más de 2 mil 250 millones de pesos para repavimentación y reparación de vialidades. Lo paradójico es que gran parte del dinero se va en tapar hoyos que nunca deberían haber existido. La capital repara lo que no mantuvo, y presume como logro lo que en cualquier ciudad funcional sería rutina. Es como aplaudir que el médico cure una infección que él mismo dejó crecer por falta de chequeos.
Las alcaldías cargan la peor parte. En vías secundarias, la atención es lenta y desigual. Muchas no tienen maquinaria, ni personal técnico especializado, ni presupuesto suficiente. En lugar de resolver el problema de raíz, recurren a la salida exprés: rellenar con grava o asfalto provisional. Así, el socavón se esconde, pero no desaparece. Como enfermedad mal diagnosticada, el mal regresa con más fuerza tras la siguiente lluvia.
Las lluvias torrenciales y el drenaje colapsado son el detonante, pero no la causa única. Lo que vemos es el resultado de décadas de abandono en la infraestructura subterránea. Tuberías viejas, fugas de agua ignoradas y suelos arcillosos sin control técnico. Cada socavón es, en realidad, una autopsia de la negligencia: debajo del pavimento siempre hay un drenaje roto o una fuga invisible que nadie atendió a tiempo.
El humor negro lo pone la burocracia. Se creó “Bachetel”, un chatbot para reportar hundimientos, con la promesa de atención en 48 horas. Una innovación digital para un problema medieval. El ciudadano reporta, espera y, cuando llega la cuadrilla, el cráter ya se convirtió en piscina o estacionamiento improvisado. Tecnología de punta al servicio de un sistema que sigue reparando con cemento rápido y cinta asfáltica.
El costo social es enorme y no se mide en pesos. Son comerciantes que ven cómo sus calles quedan bloqueadas, familias que sienten que su vivienda podría hundirse y automovilistas que circulan con el temor de perder el coche en un agujero urbano. Todo esto en la capital de un país que presume ser la “ciudad de los grandes proyectos”, pero que no puede garantizar que su infraestructura básica no colapse con la primera tormenta.
La CDMX no se hunde solo en agua: se hunde en falta de planeación, en simulación administrativa y en la costumbre de conformarse con que el hoyo de ayer ya tiene grava. Mientras tanto, cada socavón se convierte en metáfora de un modelo de gobierno que reacciona, pero no previene; que invierte, pero no transforma; que tapa agujeros en el pavimento con la misma lógica con que tapa agujeros en su narrativa política. Y así, la capital sigue desmoronándose, un bache a la vez.